Siempre recordaré aquel momento. Él, el voluntario, sonreía mirándome fijamente mientras alargaba amable e insistentemente su mano hacia mí para ofrecerme el dulce más sabroso que jamás había probado. Y no era tan dulce su sabor por los ingredientes que lo componían, sino más bien porque él me lo había ofrecido sin aceptar un no por respuesta.
Nos conocíamos hacía muy poco pero él ya se había convertido, sin saberlo, en alguien muy importante para mi. Él, quizás sin ser consciente de ello, ha sido un voluntario excepcional en mi vida, un maestro moral, un amigo.
Nos conocíamos hacía muy poco pero él ya se había convertido, sin saberlo, en alguien muy importante para mi. Él, quizás sin ser consciente de ello, ha sido un voluntario excepcional en mi vida, un maestro moral, un amigo.
Yo
vivo en un país en el que, a veces, las oportunidades son escasas, las
relaciones personales extrañas, se nos juzga por la simple apariencia o clase
social y la moral y motivación parecen cada vez más aplanadas. Antes de conocer
a estas amables personas que tanto me han ayudado este último mes, creía que
todo estaba mejor, que mi país avanzaba, que lo tenía todo. Pero la percepción
cambia al conocer lo que hay fuera. Ellos, esas personas de piel, cultura,
lengua y costumbres diferentes, me han enseñado, sin esperar recibir nada a
cambio, más en este último mes de lo que muchos lo han hecho en años en mi
país.
Recuerdo
el primer día que le conocí. Apareció mientras yo intentaba trabajar, algo
frustrada, porque aquello que había preparado no funcionaba como pretendía
debido a la escasez de recursos y materiales de los que disponía. Recuerdo que,
en medio de mi frustración, miré hacia él, como si una fuerza externa e
invisible me impulsara a hacerlo, y esbozó la sonrisa más blanca, sincera,
impecable, pura y atrayente que había visto en mi vida. Contesté a su sonrisa y
él, como buen voluntario que era, durante el transcurso del día me ayudó con mi
trabajo. Ayudó desinteresadamente a las personas con las que yo trabajaba, me
enseñó algo de su idioma porque sabía que me sería de utilidad y me presentó a
algunos otros voluntarios que podían seguir ayudándome. Desde aquel día, cada
vez que volvía a trabajar, me enseñaba algo nuevo muy útil para mi vida y mi
futuro. Me mostraba cosas que, en mi país, quizás no habría tenido oportunidad
de conocer, y todo ello, sin esperar recibir nada a cambio. De eso trata ser
voluntario y le estaré eternamente agradecida.
Él,
el voluntario, me hizo comprender que los ríos también se llenan a base de
pequeñas gotitas. Me enseñó la enorme, más aún de lo que pensaba, importancia
de la amistad, de compartir, de ofrecer todo aquello que puedes (aunque todo lo
que tengas sea sólo amor) únicamente por ayudar a alguien que de verdad lo
necesita. Que tan solo poseemos aquello de lo cual podemos desprendernos ya que
de lo contrario no somos poseedores, sino poseídos. Me enseñó a no dejar nunca
de lado al niño que todos fuimos y sus ganas de jugar y, sobre todo, que el
dolor y los problemas son reales, pero que el sufrimiento es tan solo opcional.
Y recuerdo perfectamente el día en que, gracias a él, aprendí esto último…
Estaba
yo, como cada día, tratando de realizar lo mejor posible mi trabajo en el
hospital a pesar del cansancio y la escasez de recursos. Recuerdo que, aunque
estaba contenta, andaba repitiéndome lo cansada que estaba y cuantísimo me
dolía la cabeza aquel día. Entonces, como siempre en el mejor momento, apareció
él, el voluntario, mi voluntario. Lo hizo, como cada día, sonriendo para mí y
dispuesto, sin él saberlo, a ofrecerme una nueva enseñanza que jamás olvidaría.
Arrastraba levemente su pierna derecha debido a los vendajes y una profunda y
dolorosa herida que tenía en ella. Botaba el balón con su mano izquierda puesto
que la derecha estaba también vendada y quizás algo deformada, y mirando hacia
mí, como queriendo reforzar lo que estaba apunto de enseñarme, chutó el balón
con su única pierna sana, con una inestabilidad que parecía que lo tumbaría
pero con la sonrisa de felicidad más sincera que jamás podría ver y, acto
seguido, con esa misma inestabilidad, arrastrando de nuevo su herida y vendada
pierna derecha, corrió tras él emitiendo contagiosas carcajadas que todavía
siguen resonando en mi interior para recordarme cada día que el sufrimiento y
la incapacidad son tan solo opcionales. Él podía carecer de una infancia digna,
pero nada ni nadie podía arrebatarle sus ganas de jugar.
Y
fue entonces, justo entonces, cuando, mirando como sorprendida mi bata blanca,
olvidé mi estúpido cansancio y dolor de cabeza y algo dentro de mí cambió para
siempre gracias a él, al voluntario, a un niño ruandés de 5 años repleto de
heridas, vendas, dolor y problemas cuya única posesión era el polvo que ya
formaba parte de su dorada, aunque ahora rota y grisácea, ropa. A un niño que
desde el primer día no había dejado de enseñarme lecciones de vida. A una
personita que, de forma voluntaria y sin esperar recibir nada a cambio, me
había ayudado con mi trabajo en el hospital, que había intentado, con una sonrisa
y dulzura únicas, enseñarme palabras en su lengua local para que yo pudiera
comunicarme mejor allí y que me hizo conocer a otras personas que son, para mí,
los verdaderos voluntarios de mi experiencia. A esa madre que nos ayudó siempre
con los niños cuando nos veía agobiados y arrancaba a cantar, siempre
sonriendo, cuando uno de ellos lloraba; a ese marido que, de forma
desinteresada, trató de mejorar la cohesión y actividades entre las personas
con enfermedad mental viniendo cada día al hospital; a esa enfermera que,
sacando las horas de su tiempo libre, venía a traducir nuestras confusas
explicaciones.
Y
recordé a todos ellos mientras saboreaba la dulce galleta que él me había
ofrecido. Era nuestro último día en el país y queríamos hacer algo especial
para ellos. Junto a música, proyecciones de fotos y entrega de material,
regalamos unas simples galletas a unos niños que todavía no habían comido en
ese día y que, quizás, probaban galletas, a lo sumo, una vez al año. Cuando él,
el voluntario, destapó su paquetito de galletas y descubrió que había más de
una, alargó insistentemente su mano ofreciéndome una de ellas a modo de última
lección de mi experiencia. Puedo afirmar, sin duda alguna, que aunque vengo de
un país donde los supermercados están repletos de galletas y dulces de
diferentes compañías que luchan y se pelean por ser los más vendidos ofreciendo
nuevos sabores, colores, formas, atributos y regalos, aquella simple y llana
galleta, fue la más dulce y sabrosa que jamás haya probado.
Él,
ellos, jamás recibirán un certificado de voluntariado o cooperación indicando
sus horas de servicio, pero puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que son
los que más lo merecen por las enseñanzas y ayuda que ofrecen sin esperar
recibir nada a cambio. Gracias a él, gracias a ellos, cada segundo de mi
experiencia, cada instante allí, me ha inspirado una poesía.
Lucía Asensi